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Derechos Humanos
Espacios (in)seguros

Salud mental en la comunidad LGBT+
Mental health (storm and rainbow)
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Para empezar a escribir de salud mental en la población LGBT+, hay que hablar de espacios seguros. Y, para hablar de espacios seguros, habría que cuestionarnos si estos son una respuesta a espacios inseguros construidos a lo largo de décadas.

Comencemos con datos. En México, la Encuesta Nacional sobre diversidad sexual y de género (ENDISEG) reveló que las personas LGBT+ son tres veces más propensas a tener ideaciones e intentos suicidas que el resto de la población. Cifras de otras partes de América Latina cuentan una historia similar: en Colombia la mitad de la población LGBT+ ha pensado en suicidarse y una de cada cuatro personas lo ha intentado, mientras que en Perú, más de la mitad de los  encuestados de un estudio no vinculante reportó problemas de salud mental.

No son números aislados ni restringidos a América Latina. En Estados Unidos, la mitad de los adolescentes sexodiversos de entre 13 y 17 años han pensado en suicidarse y el 60% de las personas de la comunidad que se suicidan lo hacen en los cinco años posteriores al descubrimiento de su identidad o atracción sexual.

Nada (extra)ordinario

La brecha en estas cifras no es natural. Las personas LGBT+ presentan problemas mentales con mayor regularidad que el resto de la población. La pregunta clave es por qué y qué relación tiene esta brecha con la necesidad de espacios seguros.

Un estudio de la revista de la Asosiación Americana de Salud Pública, AJPH, encontró una “robusta asociación” entre la discriminación y las enfermedades mentales en gays y lesbianas. De forma similar, una investigación realizada en la Ciudad de México halló que discriminación y violencia no solo están ligadas con las afecciones mentales que la comunidad sexodiversa experimenta, sino que tipos de agresiones específicas se relacionan con problemáticas distintas: la violencia verbal, por ejemplo, se conectó con “trastornos mentales comunes”, mientras que la violencia física se asoció con alcoholismo, ideación suicida e intentos de suicidio.

De igual forma, mientras que la violencia y victimización a personas trans han probado estar relacionadas con riesgos de salud mental, el respeto a los pronombres elegidos está estrachamente relacionado con una menor cantidad de síntomas de depresión, ideación y comportamiento suicida.

“Hay en general una confusión de la idea de que las personas LGBT, o de la diversidad sexual o sexodisidentes tenemos ciertos malestares o ciertas dificultades por pertenecer a la comunidad. Sin embargo, es importante retomar que no es que, por pertenecer a la comunidad (...) desarrollemos estos malestares o estas necesidades, sino que, por formar parte de este colectivo y por discriminamos o por recibir violencia o por necesitar ocultarnos es que desarrollamos malestares.” explicó Ricardo Ramirez, psicólogo de la organización Astronauta emocional.

Así, las personas de la diversidad sexual no nacen con problemas fuera de lo común, sino que son víctimas de prejuicios fuera de lo común que se traducen en discriminación y agresiones físicas y verbales generalizadas que, como sucedería con cualquier individuo, los llevan a desarrollar afecciones a la salud mental.

La (a)normalidad como paradigma

Hasta aquí, la necesidad de espacios especializados no tiene razón de ser. Las personas sexodiversas presentan más problemas mentales, es cierto, pero las mismas clínicas que aceptan a héteros y cis podrían cubrir la demanda y ayudar a enmendar el problema que discriminación y violencia han provocado.

El problema es que las clínicas en muchas ocasiones no son lugares libres de discriminación ni de violencia y, por tanto, alimentan los obstáculos en lugar de disminuirlos. Los profesionales de salud mental, indica el psicólogo de Astronauta emocional, tienen ideas preconcebidas de las personas de la diversidad sexual y, así como en otras instancias se asocia la prevalecencia de VIH con las personas LGBT, en los espacios de salud mental se asume que, por tener una identidad u orientación distinta, estas personas pasaron por episodios que los llevaron a ser así. 

¿Qué sucede? Que la raíz del problema, en lugar de buscarse en violencia o discriminación, se encuentra en las propias personas al asumir que hay algo mal con ellas.

El extremo de esta situación son las ECOSIG (Esfuerzos por Corregir la Orientación Sexual e Identidad de Género), mal llamadas “terapias de conversión” que, como menciona Ricardo, provienen de la idea de que “todo aquello que sale de la norma tiene que ser corregido”. Estos esfuerzos, en absoluto relacionados con la salud, provocan graves afectaciones como el aumento en la ideación y los intentos de sucidio

La base de todo ello, como explica Ricardo, es la idea de que la identidad de las personas sexodiversas está definida exclusivamente por su pertenencia a la comunidad. “Tenemos las mismas necesidades que todos, pero por el hecho de ser diferentes por el hecho de no encajar en la norma, sucede la patologización y se asume por parte de los servicios de salud que nosotros vivimos más o o somos más propensos a desarrollar más estos malestares por quienes somos y no necesariamente por lo que vivimos.” Esto, de acuerdo con el psicólogo, deriva en asunciones sesgadas de depresión, disforia de género y consumo de psicoactivos, entre otras formas de patologización.

La combinación de todos estos factores provoca que las clínicas que deberían ser espacios seguros —y que lo son para otra gran parte de la población— se vuelvan lugares de revictimización a los cuales varias personas prefieren no acercarse por miedo o precaución.

La población (des)conocida

Un problema añadido es que, incluso quienes quieren tratan con pacientes LGBT+ no cuentan con la capacitación suficiente para hacerlo. Los profesionales de la salud mental, dice Ricardo, “deberían de saber cómo tener una base de educación de formación que permita aceptar y que permita atender a las personas de la diversidad sexual, pero lamentablemente no es así.

A pesar de que desde 1990 la homosexualidad no es considerada una enfermedad mental por la OMS, el aterrizaje de este cambio se realiza lenta y paulatinamente. Aún son necesarias capacitaciones para el tratamiento de personas LGBT+ que comiencen desde el uso de los pronombres correctos en el caso de personas trans, pasando por el respeto a la apariencia física de todes les pacientes.

Un lugar seguro, señala Ricardo, “no solamente es un lugar en donde puedan recibirnos y aceptarnos como somos, sino además también donde entiendan que podemos ser vulnerables a ciertas necesidades o a ciertas discriminaciones y que nos permitan acceder a esos servicios como los derechos humanos que son.”

(In)visibilidad forzada

Los espacios seguros no son nada extraordinario, lo más probable es que la mayoría de nosotros gocemos inconscientemente de ellos. El debate no puede girar en torno a si estos son o no excluyentes, sino que debe enfatizar cuánto responden a la exclusión externa y la importancia que juegan en prevenir y curar sus efectos.

Como sucede con varios temas relacionados con comunidades vulnerables, el trato diferenciado es una respuesta a la creciente violencia que impera en nuestras sociedades. No necesitaríamos forzar la visibilizar si no existiera un esfuerzo histórico por invisibilizar; no requeriríamos de representación forzada si no existiera la exclusión forzada y, ni siquiera existiría la necesidad de tratar los efectos psicológicos de “salir del clóset” si no se hubiera forzado la necesidad del clóset en primer lugar.

Los espacios seguros existen porque, como sociedad, hemos sido incapaces de brindar el mínimo estandar de atención a las personas LGBT+. Lo que algunos llaman privilegio es en realidad el esfuerzo por equiparar aquello que las personas ajenas a la comunidad han recibido por décadas como parte de una normalidad excluyente y, como miembros de la sociedad, debemos cuestionarnos, ¿qué estamos haciendo para dejar de mantener espacios inseguros?