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Derechos Humanos y Derechos de Propiedad

La pretendida incompatibilidad entre Derechos Humanos y Derechos de Propiedad.
La propiedad, junto con la vida y la libertad, han sido los tres derechos básicos que fueron protegidos por el orden jurídico y las cartas de derechos políticos que el liberalismo promovió a lo largo de la historia.
Esos tres derechos se han considerado inseparables y mutuamente de- pendientes entre sí, desde que la vida no puede ser mantenida sin libertad para actuar ni propiedad sobre el producto de la acción; la propiedad tiene por objeto el sostenimiento de la vida y sólo puede disponerse en libertad; y la libertad es el motor para perseguir los propios valores, con los que se intenta sostener la vida, lo que sólo es posible a partir del respeto de la propiedad. Una persona libre es, en definitiva, aquella que es dueña de su propia vida y elige libremente cómo vivirla.
Los principales sistemas jurídicos que se desarrollaron en Europa y desde allí se trasladaron al mundo, estaban basados en la discusión de reclamos ante incumplimientos contractuales o la producción de daños. Así se desarrolló el Derecho Romano en sus inicios, alrededor de las decisiones de los pretores, quienes al resolver conflictos concretos basados en reclamos, fueron elaborando máximas o normas abstractas aplicables a casos futuros. Lo propio sucedió con la common law anglosajona, donde los jueces se basaron, en pri- mer término en las costumbres, y luego en su propia jurisprudencia. La lex mercatoria surgida en los puertos del Mediterráneo tuvo la particularidad de no ser elaborada por juristas sino por comerciantes, que aplicaban las costumbres comerciales de cada plaza para resolver los conflictos a través de árbitros que también eran comerciantes.
Al nacer del reclamo, las discusiones jurídicas remitían a la demanda de protección por la violación de esos tres derechos fundamentales y sus derivados. Se demandaba por la muerte o lesiones producidas por agresión, por distintos tipos de restricciones a la libertad, o por sustracción de la propiedad. El demandante debía acreditar ese perjuicio sufrido a sus derechos esenciales, y la responsabilidad del demandado en su producción.
Esos principios jurídicos que se solidificaron con el tiempo, desarrollados por los principales sistemas legales a partir de reclamos concretos, fue una de las fuentes que justificaron la invocación de los derechos fundamentales como objeto de protección política. De esos tres derechos fundamentales, por obra de la jurisprudencia de los tribunales y de la doctrina de los pensadores liberales, se fueron deduciendo otros que con el tiempo adquirieron autonomía, tales como la libertad de expresión, opinión y prensa, el derecho a la libre asociación y reunión, al libre comercio; garantías a la libertad personal frente al poder del Estado, el debido proceso, el derecho a la defensa en juicio; la libertad de consciencia y el derecho a ejercer libremente un culto; el derecho de enseñar y aprender, de transitar libremente, etc.
Es importante reparar en el hecho de que estos derechos, derivados de los tres fundamentales, en definitiva remiten a ellos, pues suponen el ejercicio de la libertad y la propiedad, y tiene por finalidad sustentar o dirigir la propia vida. Por otra parte, su ejercicio no requiere la concurrencia o el aporte de ninguna otra persona. Las demás personas sólo deben respetarlos, es decir, que nadie inicie la agresión física, intimidación o fraude contra otro, y que las relaciones personales se lleven a cabo por acuerdos libres y voluntarios. En cuanto a la intervención del gobierno, su única función en estos casos es no violar ta- les derechos, y protegerlos frente a la eventual violación por terceros (en el primer caso, existe una garantía política de todo individuo frente al poder del Estado; en el segundo, existe un interés jurídico que debe ser protegido por los tribunales y otros organismos del gobierno).
Estos derechos se fueron afianzando en las discusiones jurídicas, hasta lograr reconocimiento y protección legal. Tales normas fueron de carácter negativo, es decir, que más que prescribir conductas prohíben determinados actos, pretendiendo proteger unos marcos específicos dentro de los cuales el individuo seguirá siendo libre de actuar como mejor le parezca.
Mientras que las leyes positivas indican lo que se debe hacer obligatoriamente, las negativas señalan lo que no se debe hacer. Los sistemas jurídicos basados en reclamos ante los jueces, fueron definiendo estos derechos a partir de impedir o prohibir conductas que los lesionaran, es decir, enunciando normas y criterios de carácter negativo, que al prohibir la violación de derechos mediante conductas positivas, permite que las personas se organicen siguien- do cada uno sus propios valores y tomando sus propias decisiones. Por lo tanto, una buena interpretación de tales derechos impedía la colisión de unos con otros.
El orden jurídico desarrollado alrededor de las decisiones de los jueces que al resolver reclamos concretos elaboraban normas abstractas aplicables a casos futuros, dio paso a partir del siglo XIX, y fundamentalmente en el XX, a un orden planificado y diseñado desde el poder político, e impuesto a través de legislación positiva elaborada por las asambleas políticas.
Este proceso se intensificó, en el campo del derecho, a través de dos fenómenos: 1) el racionalismo constructivista y la codificación iniciada a finales del siglo XVIII; 2) El uso político de la legislación con el propósito de planificar la sociedad y regular el proceso económico.
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- El racionalismo constructivista y la codificación. El desarrollo del derecho en el continente europeo estuvo muy ligado a la suerte del Imperio Romano. Durante su época de esplendor, los principios y máximas que lo nutrían, elaboradas durante siglos por los pretores y jurisconsultos, sirvieron como base al derecho de todo el continente, al ser combinado e incluso imponerse por sobre los órdenes forales locales y el llamado derecho bárbaro.
Con la decadencia del Imperio se produjo un hecho que contribuyó fuertemente a cambiar la esencia de ese derecho romano. El hito más importante de ese cambio fue la elaboración del Corpus Iuris Civilis, dispuesto por el Emperador Justiniano en 533. Su intención fue el de unificar siglos de elaboración por pretores y jurisconsultos en un único cuerpo sistemático y claro de normas, que sirviera como una forma de revitalizar el derecho romano frente a la influencia de los derechos de los pueblos bárbaros que invadían regiones previamente controladas por el Imperio.
Sin embargo, Justiniano fue más que un compilador que pretendía rescatar la pureza y el valor del derecho romano. También era un codificador, un legislador que quiso poner en ese Código su impronta personal, lo que él mismo admitió en el texto del Digesto. La consecuencia de ello fue la politización del derecho, el derecho romano dejó de ser el producto de una lenta evolución de siglos de discusiones jurídicas, para convertirse en lo que el Emperador dice que es.
La idea de codificar las normas jurídicas en cuerpos normativos coherentes se vio intensificada en el siglo XVIII por obra del creciente racionalismo que había influido en todas las áreas de las ciencias. La visión de que la sociedad podía ser planificada a través de la legislación convertida en la “razón escrita”, creció por obra de reyes, príncipes, emperadores, que competían por quién encomendaba la elaboración del código más extenso y completo.
El código que trascendió sin dudas a los demás fue el francés, elaborado en 1804 por orden de Napoleón, y que éste se encargó de instalar en los territorios que conquistaba. Dicho Código se enfocó decisivamente al reconoci- miento y protección de los derechos individuales, y en especial al de propiedad. El artículo 544 definía a la propiedad como “el derecho de gozar y disponer de las cosas de la manera más absoluta, con tal de que no se haga de ellas un uso prohibido por las leyes y los reglamentos”.
El Código fue un instrumento para desmantelar viejas instituciones medioevales que establecían privilegios en cabeza de los nobles. El refuerzo de la protección a los derechos individuales, y en especial a la propiedad, contribuyó a esas transformaciones. Sin embargo, quedó claro desde el principio, y por lo que sucedió posteriormente, que tales derechos eran reconocidos por el Estado, y podían ser restringidos o incluso suspendidos por disposiciones estatales.
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- El voluntarismo político y la regulación legislativa del proceso económico. Paralelamente con el auge de la codificación y la regulación legal de la actividad privada, proliferó también en especial a partir de la segunda mitad del siglo XIX, la reglamentación del proceso económico por la legislación, en nombre de fines superiores del Estado como representante de la Sociedad.
En el continente europeo, el uso de la legislación como forma de imponer determinadas políticas de Estado puede advertirse desde mucho antes, por ejemplo, con la irrupción del mercantilismo en el siglo XVI y fundamentalmente en el XVII9. La legislación fue el instrumento para la regulación estatal del orden económico y social.
Pero este fenómeno también se fue dando en el mundo anglosajón, en el que el orden jurídico seguía formado fundamentalmente por las decisiones judiciales que alimentaban la jurisprudencia. Es así como por ejemplo en Estados Unidos, a partir de mediados del siglo XIX, la Corte Suprema comenzó a convalidar legislación estadual y federal que regulaba el ejercicio de derechos de naturaleza económica y comercial.
Estas limitaciones a los derechos de propiedad fueron generalizadas a partir del siglo XX en todas las legislaciones del mundo. Al aceptarse como función del gobierno la regulación legislativa del proceso económico y social, los derechos individuales pasaron a estar subordinados al alcance que la legislación les reconozca.
La visión voluntarista del gobierno sepultó a ese proceso de formación jurídica espontánea. Al considerarse a la sociedad como un organismo con sus propios fines, personalidad, derechos y voluntad, los valores y decisiones individuales fueron sustituidos por la “voluntad general”, encarnada jurídicamente por el Estado y operativamente por el gobierno. El vehículo para expresar esa “voluntad general” o “voluntad popular” fue la legislación, lo que dio paso a otro concepto, que es el de la “voluntad del legislador”, lo que se complementó con el mito del “legislador perfecto”, que tuvo su reconocimiento jurisprudencial. La visión voluntarista de la ley positiva primó sobre la racionalista, y por ende, la búsqueda de la voluntad del legislador se impuso sobre la letra de la ley.
A medida que el Estado fue delineando sus propios fines y avanzando sobre los derechos individuales, también aquellos sanos principios jurídicos fueron abandonados y modificados por el voluntarismo político. El primero en la línea de fuego fue el derecho de propiedad, desde que los fines del Estado sólo pueden ser satisfechos con recursos privados. La propiedad dejó entonces de ser un derecho individual para convertirse en una concesión legislativa, supeditada al cumplimiento de su “función social”.
De este modo, la combinación de la idea constructivista de que la sociedad, por ser un fenómeno complejo, necesita ser ordenada o regulada por una autoridad superior, y la idea voluntarista de que el derecho es la expresión de la voluntad del legislador, que a su vez expresa la voluntad del pueblo, terminó arrollando a la noción de una Constitución que limite el poder del Estado y de dicho legislador.
Esta combinación de las visiones constructivista y voluntarista del orden social, y fundamentalmente del derecho, llevaron a afirmar que el Estado, encarnando la “voluntad popular”, tenía como función desarrollar una serie de fi- nalidades específicas para lo cual debía tener un rol activo, no limitado a la mera protección de derechos individuales subjetivos, sino que debía adoptar una posición proactiva tendiente a generar la igualdad en los derechos, a través de prestaciones concretas. Se propuso entonces pasar de un orden jurídico destinado a proteger la esfera de derechos de cada persona para actuar en el contexto de sus propias e individuales capacidades, a un orden jurídico que debe proveer a las personas un cierto estándar de bienestar básico garantizado por el Estado.
El punto de partida de esta tesis es que no se puede hablar de igualdad ante la ley o igual protección jurídica, cuando las personas ni siquiera tienen la capacidad de acceder a niveles mínimos de educación, cuidado de su salud, acceso al trabajo, etc., que les permita ejercer sus derechos de manera igualitaria. Por ello entienden que el Estado debe garantizar tales requerimientos de la vida humana para poner a todos en un auténtico pie de igualdad, surgiendo así los nuevos “derechos sociales” o “derechos de segunda generación”, y más tarde los “derechos de incidencia colectiva” y los “derechos de colectividades”, tales como el derecho al ambiente limpio, o a ciertas reivindicaciones de los llamados “pueblos originarios”.
De este modo, se convierte en función del Estado garantizar a cada individuo o grupo diferenciado –que no esté en condiciones de lograrlo por sus propios medios-, todo lo que se considera necesario para que pueda alcanzar una vida plena como ser humano o los requerimientos de cierto grupo. Una pretensión que suena auspiciosa, pero que a poco que se la intente implementar, choca con la realidad de que esos recursos con los que el Estado intenta garantizar determinados resultados para algunos, deben ser tomados por la fuerza a otros, a expensas de sus propios derechos, de sus propias metas y del producto de su esfuerzo personal.
Esta redistribución compulsiva, además de lesionar claramente al derecho de propiedad, ha generado enormes problemas económicos, incentivos perversos y situaciones injustas a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI. El punto de partida de esta posición, en el campo político, fue el llamado “constitucionalismo social”, que se inauguró con las constituciones de México de 1917 y la Alemana de 1919, y que también estuvo presente de manera más radical y con otros condimentos en la revolución Soviética de 1917. La discusión que produjo el constitucionalismo social giró alrededor del concepto de “igualdad”, abogando por el abandono del concepto estático de “igualdad ante la ley”, para reemplazarlo por el reconocimiento de varias categorías diferenciadas, dentro de las cuáles el concepto de igualdad podría justificar un tratamiento particular. Se entendió que un individuo con acceso a la educación o a la salud no está en las mismas condiciones que un individuo sin esa posibilidad; un labrador que arrienda tierra para producir el sustento de su familia, no es igual al dueño de la tierra, etc. Cada categoría requería un trato diferente, que a la postre permitiera una mayor igualdad de resultados para todas las personas.
Este paso del concepto de “estado gendarme” al de “estado benefactor” generó una serie de consecuencias en distintos aspectos de la organización y funcionamiento de los gobiernos.
- Se modificaron las funciones y la relación de poder entre los individuos y el Estado. Las constituciones liberales basadas en el modelo norteamericano, establecían funciones concretas, enunciadas taxativamente, más allá de las cuales cualquier actividad del gobierno debía considerarse ilegal. Nacieron con la desconfianza propia de quienes debieron luchar contra gobiernos autoritarios, y por lo tanto su principal función era limitar el poder.
Pero las nuevas constituciones sociales ampliaron exponencialmente las atribuciones y poder del gobierno, que debe cumplir esa “función social” de garantizar la igualdad -no ya jurídica sino de hecho- para lo cual se justificaba ampliar su poder con cláusulas abiertas e indefinidas, y garantizar el manejo de grandes sumas de dinero obtenidas de los habitantes por medios compulsivos. Los impuestos dejaron de ser el pago por servicios fundamentales de justicia, seguridad y administración, para convertirse en vehículos redistributivos de riqueza. La corrupción, la demagogia y el autoritarismo nacieron de la mano del incremento del poder estatal; y se generaron incentivos en los habitantes para la búsqueda de la renta estatal.
- El Estado pasó a tener un rol activo y determinante en la actividad económica. No se limitó a garantizar que se provean a quienes necesitan los fondos para acceder a salud, educación, vivienda, etc., sino que organizó dependencias para brindar directamente varios de esos servicios, a través de organismos descentralizados a lo que se ha denominado frecuentemente con la contradictoria expresión de “empresas estatales”.
La idea de “igualdad” fue llevada a la producción y el comercio, lo que motivó todo tipo de regulaciones coactivas tendientes a otorgar beneficios y protecciones a algunos, pagadas por otros. El proceso social espontáneo de intercambios voluntarios en que consiste la sociedad, fue paulatinamente sustituido por un orden construido por la autoridad política de manera forzada.
- Se tornó más dificultosa la diferencia entre el derecho constitucional y el administrativo. Las limitaciones al poder que desarrolló el derecho constitucional fueron superadas por el derecho administrativo, como estudio de la regulación jurídica de las oficinas y reparticiones del gobierno, sus organizaciones y relaciones internas, los procedimientos para litigar contra el Estado, y finalmente, las relaciones entre los órganos estatales y los habitantes. Se formó así un sistema de normas diferenciado del derecho común, y una jurisdicción organizada a través de tribunales administrativos, donde las funciones y atribuciones del Estado fueron privilegiadas por sobre las personas que debían litigar contra él.
Ello tuvo una directa incidencia en el concepto y alcances del derecho de propiedad, pues en definitiva, toda acción regulatoria o disposición redistributiva del gobierno, sólo puede ser ejecutada violando derechos de propiedad de algunas personas en beneficio de otras o del propio Estado. Se popularizaron expresiones como el de “interés público” o “bienestar general”, que justificaron supeditar el reconocimiento de la propiedad a una “función social” definida por el Estado. Ello se sumó a otras varias formas jurídicas y eufemismos políticos para restringir la propiedad. El estatismo, con variadas justificaciones, finalmente produjo un alejamiento del ideal del liberalismo clásico que, como entendía Mises, no concebía organización social sin el respeto de la propiedad privada.
Un intento por mantener una protección formal del derecho de propiedad y al mismo tiempo avanzar en las regulaciones estatales a la actividad económica, ha llevado a proponer una diferenciación artificial entre derechos de propiedad y derechos económicos, como si fuesen dos temas distintos, que pueden merecer un tratamiento legislativo diferente.
La libertad económica, en este contexto, se referiría al reconocimiento legal del ejercicio de acciones destinadas a la producción y comercialización y de bienes y servicios. Derechos económicos serían entonces los que protegen aquellas acciones productivas. La tesis del intervencionismo económico estatal ha justificado las limitaciones o restricciones de tales derechos, fundadas en los más variados motivos: redistribución equitativa de la riqueza, protec- ción de la producción nacional, impulso estatal inicial de la industria incipiente, control de actividades laborales con el propósito de verificar el cumplimiento de normas de carácter tributario, previsional, laboral, etc.
Para poder mantener el reconocimiento del derecho de propiedad, pero al mismo tiempo intervenir y limitar la libertad económica, se ha recurrido al artilugio de considerarlas cuestiones diferentes. Veremos en el punto siguiente cómo en el derecho internacional se ha limitado el alcance del derecho de propiedad a lo indispensable para cubrir las necesidades de una vida digna. De tal modo se facilita el argumento que propone una limitación en el reconocimiento del derecho de propiedad que permite excluir la protección de actividades lucrativas vinculadas a la producción o el comercio. Estas últimas podrían quedar escindidas del concepto jurídico de “propiedad” y liberadas para una más com- pleta limitación y regulación legislativa.
Sin embargo, las actividades productivas y comerciales encierran, en definitiva, el ejercicio de una sucesión de derechos de propiedad orientados a la finalidad económica buscada. En este sentido, existe el mismo error positivista en tratar a una fábrica o un supermercado como un ente con individualidad y vida propia –por ejemplo, como una “fuente de trabajo”-, que el cometido con otras abstracciones tales como sociedad, nación o país. Los derechos de pro- piedad son ejercidos por individuos y deben ser reconocidos con independencia de la finalidad de esos individuos al actuar, y de que tan grandes sean los logros de la acción, desde que en ausencia de coacción esos logros no supo- nen aprovecharse de los derechos de otros.
La propiedad engloba al menos tres potestades del individuo que han de ser reconocidas y protegidas jurídicamente:
- La libertad de pensar, decidir su curso de acción y actuar consecuentemente en una actividad lucrativa. Esto es, el derecho a producir.
- La libertad de usar y disponer del fruto de su acción productiva. Esto es, la protección jurídica de los derechos sobre los bienes y productos.
- La libertad de negociar e intercambiar sus productos por los productos de otras personas. Esto es, el derecho al comercio.
Esto implica una doble protección: la protección de las potestades específicas reconocidas por el orden jurídico al titular de los derechos de propiedad; y la protección contra todo acto de injerencia o coacción estatal y privada sobre las acciones de las personas. en ejercicio de las facultades que emanan de sus derechos. De este modo se comprende que los derechos de propiedad y a la libertad económica son inseparables y complementarios, lo que no justifica la distinción que la legislación y la doctrina hacen sobre ellos.
Como advirtió Juan B. Alberdi al explicar los alcances del derecho de propiedad garantizado en la Constitución argentina de 1853:
Pero no basta reconocer la propiedad como derecho inviolable. Ella puede ser respetada en su principio, y desconocida y atacada en lo que tiene de más precioso, en el uso y disponibilidad de sus ventajas. Los tiranos más de una vez han empleado esta distinción sofisticada para embargar la propiedad, que no se atrevían a desconocer.
No basta que la Constitución contenga todas las libertades y garantías conocidas. Es necesario que contenga declaraciones formales de que no se dará ley, que con el pretexto de organizar y reglamentar el ejercicio de esas libertades, las anule o falsee con disposiciones reglamentarias. Se puede concebir una Constitución que abrace en su acción todas las libertades imaginables, pero que admitiendo la posibilidad de limitarlas por la ley, sugiera ella misma el medio honesto y legal de faltar a todo lo que promete.
La protección jurídica de la propiedad, entonces, debería garantizar no sólo la titularidad del derecho, sino el uso y goce en un sentido amplio, así como el de todos los actos de ejercicio de la propiedad que, combinados, generan nuevas formas de organización y producción, tales como industrias, empresas, comercios, etc., y los frutos de tal actividad; pues esas industrias, empresas y comercios no son otra cosa que seres humanos cooperando a través de acuerdos contractuales para producir riqueza, ejerciendo cada uno su derecho individual de propiedad.
Tras la Segunda Guerra Mundial y la creación de las Naciones Unidas, la protección jurídica de los derechos individuales fue llevada al ámbito del derecho internacional. Pueden mencionarse como Cartas genéricas de derechos, sin perjuicio de otros tratados o convenciones sobre derechos puntuales, a la Declaración Universal de De- rechos Humanos (1948), la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hom- bre (1948), la Declaración Europea de Derechos Humanos (1950), los Pactos Interna- cionales (1966), la Convención Americana sobre Derechos Humanos (1969) y la Car- ta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos (1986)
Estos documentos internacionales recogieron los derechos considerados esenciales en las primeras constituciones, que giraban en torno de la protección combinada de los tres derechos esenciales: vida, libertad y propiedad; y los que derivan directamente de ellos, como la libertad de expresión, de asociación, de conciencia, etc. Pero junto con ellos, incluyeron en su catálogo a los “derechos sociales” o de segunda generación, lo que provocó cierto cortocircuito con el derecho de propiedad.
Esta circunstancia llevó a que las convenciones internacionales no se concentraran fundamentalmente en la protección del derecho de propiedad, pues ello acentuaba tal contradicción con la concordante protección de derechos tales como la salud, educación, vivienda, que al incluir la intervención positiva del Estado sólo podían ser satisfechos para unas personas a expensas de la propiedad de otras.
No obstante ello, la Declaración Universal de Derechos Humanos reconoce en su artículo 17.1 que toda persona tiene derecho a la propiedad, y el artículo 17.2 que nadie será privado arbitrariamente de ella. También consagran el derecho de propiedad el artículo XXIII de la Declaración Americana, el artículo 21 del Pacto de San José de Costa Rica, el artículo 1, protocolo adicio- nal 1, del Convenio Europeo y el artículo 14 de la Carta Africana.
Sin embargo, la mención del derecho de propiedad en las Convenciones es engañosa. Por ejemplo, el artículo XXIII de la Declaración Americana señala que “toda persona tiene derecho a la propiedad privada correspondiente a las necesidades esenciales de una vida decorosa, que contribuya a mantener la dignidad de la persona y del hogar”.
A este texto se le pueden dar fundamentalmente dos interpretaciones distintas, ambas restrictivas: 1) puede significar que el Estado debe proveer a las personas con lo necesario para que puedan llevar esa vida decorosa; 2) puede significar que se reconoce el derecho de propiedad, pero su protección se limita a lo que se necesita para llevar una vida decorosa, y no más allá.
Ambas interpretaciones son fuertemente limitativas del derecho de propiedad, y además son complementarias, pues al limitarse la protección del derecho de propiedad a lo que sea necesario para cubrir las necesidades esenciales de una vida decorosa, queda abierta la puerta para que el Estado se apropie de los recursos que excedan tales necesidades, y los emplee para garantizar ese mínimo a otras personas.
Más explícito resulta el artículo 21 de la Convención Americana, que en su primera parte dispone que “toda persona tiene derecho al uso y goce de sus bienes”, pero luego agrega que “la ley puede subordinar tal uso y goce al interés social”.
Como una admisión de tal tensión, la propias cartas hicieron aclaraciones: la Declaración Americana señaló que la preservación de la salud y el bienestar deben ser correspondientes al nivel que permitan los recursos públicos y los de la comunidad (artículo XII) y la Convención Americana indicó que los gobiernos deben promover un desarrollo progresivo de esos derechos en la medida de los recursos disponibles, por vía legislativa u otros medios apropiados (artículo 26)29.
Ello motivó un generalizado incremento en los impuestos y otros mecanismos de exacción estatal para conseguir esos recursos, lo que supone una forma de violación a la propiedad. De este modo se disminuyen además los incentivos para incrementar la productividad, en tanto el aumento de la riqueza podría justificar un aumento en los impuestos, con la excusa de promover el desarrollo progresivo de los derechos sociales.
No obstante esta incongruencia, la Proclama de Teherán de 1968, al re- forzar la importancia del respeto de los derechos humanos veinte años después de la Declaración Universal, sostuvo en su punto 13 que “como los derechos humanos y las libertades fundamentales son indivisibles, la realización de los derechos civiles y políticos sin el goce de los derechos económicos, sociales y culturales resulta imposible”. Más allá de la buena voluntad, tal afirmación es contradictoria, si se entiende que el “goce” de los derechos sociales debe ser garantizado por el Estado con fondos obtenidos de los demás habitantes, alterando sus derechos de propiedad.
El desarrollo del derecho internacional de los derechos humanos llevó a que estas Convenciones fueran recogidas en la legislación interna de los distintos países, e incluso se integraran a las Constituciones, como ocurrió en Argentina a partir de la reforma de 1994 (artículo 75, inc. 22).
La implementación de ambos tipos de derechos produjo conflictos que fueron resueltos a expensas del derecho de propiedad. Sin embargo, con el correr del siglo XX se ha visto que los países que sacrificaron el derecho de propiedad y sus derivados en nombre de propender a una suerte de igualación compulsiva, terminaron teniendo grandes caídas en la producción de riqueza, y consecuentemente en el nivel de vida de la población. Probablemente la muestra más clara de ello haya sido el experimento soviético, que se basó en la supresión de derechos de propiedad y la extendida asunción por el Estado de funciones asistenciales, y culminó en un rotundo fracaso.
Sin embargo, la doctrina y jurisprudencia de los tribunales internacionales han circunscripto la protección del derecho de propiedad a aquello que puede relacionarse exclusivamente con el respeto de la dignidad de la persona En este sentido, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos resolvió que la protección de los derechos de propiedad excluye la protección de relaciones entre personas jurídicas y cosas, y sólo se refiere a la relación de las personas físicas con aquellos bienes necesarios para su subsistencia digna.
Con la aclaración vinculada al interés social y las limitaciones que la propia jurisprudencia que la Corte Interamericana le ha puesto al derecho, puede concluirse que más que el reconocimiento del derecho de propiedad, se trata del reconocimiento del derecho a obtener los bienes indispensables para proveer a la subsistencia de la persona, lo que supone darle al Estado una nueva justificación para intervenir sobre los derechos individuales. Ello muestra que en el terreno del reconocimiento internacional de los derechos, el de propiedad ha sido apenas tolerado por su indiscutible relación con la subsistencia, y no se ha entendido su relación directa con el incremento de la riqueza y la prosperidad.
Una explicación para esta distinción, se basa en el error de pensar que la riqueza es un juego de suma cero, de modo que la prosperidad de algunos se produce necesariamente a expensas de la propiedad de otros. Ello es así en los casos de la apropiación por la fuerza (como en el ladrón o en la redistribución estatal coactiva), pero respecto de los bienes producidos por medios con- sensuales, el incremento de la riqueza por algunos no se genera como consecuencia del perjuicio o exacción a los demás. Por el contrario, el incremento global de la riqueza, a la larga, beneficia a todos.
Por consiguiente, la arbitraria diferenciación hecha por las convenciones internacionales entre el ejercicio de derechos de propiedad destinados a la subsistencia básica de la persona, y el ejercicio de derechos de propiedad destinado al progreso y florecimiento de esa persona mediante la realización de actividades productivas o comerciales, ha sido la excusa para provocar intervenciones legislativas que condujeron invariablemente al empobrecimiento general y al autoritarismo.
A partir de las ideas que vengo señalando, los Estados se han converti- do en una suerte de “garantes” de la supervivencia económica de las personas, a través de leyes que pretenden proteger el acceso de todos a los bienes ne- cesarios para cubrir sus necesidades básicas, a expensas de la pretensión de producir y poseer más de lo que se necesita, como si entre ambas cosas exis- tiese una relación de mutua exclusión. Estas políticas han conducido al empobrecimiento generalizado, al desalentar el incremento de producción de riqueza, y provocado varios problemas adicionales:
- Desde el punto de vista político, se incrementó el poder de los gobiernos para intervenir en el proceso económico, lo que justifica el autoritarismo para proteger el “interés social” y buscar el “bienestar general”.
- Desde el punto de vista jurídico, ha desprotegido a la propiedad, originando una fuerte incertidumbre jurídica a las personas respecto del valor de los contratos y las posibilidades de realizar inversiones en actividad productiva tendientes a incrementar su patrimonio. Ello se produce por medio de modificaciones legislativas que impiden, restringen o directamente confiscan los bienes privados.
- Desde el punto de vista económico, la imposibilidad de ejercer derechos económicos de propiedad, el incremento exponencial de los costos de transacción (efectivos o potenciales), la alteración de los precios, lleva a la lisa y llana imposibilidad de efectuar cálculos sobre cuya base realizar inversiones o tomar decisiones productivas.
- Desde un punto de vista moral, generó incentivos para alentar la búsqueda de privilegios o rentas, o de incurrir en actividades delictivas o hechos de corrupción, con el fin de aprovechar el poder estatal en el propio beneficio.
Sin embargo, se planteó la supuesta pugna entre “derechos humanos” y “derechos de propiedad”, sosteniendo que los primeros deben prevalecer sobre lo segundos. La explicación fue que no se puede reconocer el carácter absoluto de la propiedad frente a la satisfacción de necesidades básicas de algunas personas, elevadas a la condición de derechos superiores. Pero este es un enfrentamiento inexistente, como explicó Ayn Rand:
No existe dicotomía tal como “derechos humanos” contra “derechos de propiedad”. No hay derechos humanos que puedan existir sin derecho a la propiedad. Dado que los bienes materiales son producidos por la mente y esfuerzo de personas individuales, y se requieren para sustentar sus vidas, si el productor no es dueño del resultado de sus esfuerzos tampoco será dueño de su vida. Negar los derechos a la propiedad significa convertir a los hombres en propiedad del Estado. Quienquiera reclame el “derecho” de “redistribuir” la riqueza que otros producen está reclamando el “derecho” de tratar a los seres humanos como bienes de uso.
No existe tal cosa como un “derecho a un empleo”; solamente existe el derecho a la libre contratación, es decir, el derecho de una persona a tomar un trabajo si otra elige ocuparla. No existe el “derecho a la habitación”, sino únicamente el derecho a trabajar en libertad para construir una casa o comprarla. No existe el “derecho” a un salario “justo” o un precio “justo”, si nadie está dispuesto a pagarlo, a ocupar a un hombre o comprar un producto. No existen “derechos del consumidor” a la leche, el calzado, el cine o el champagne, si ningún fabricante decide producir tales bienes (solamente existe el derecho de fabricarlos uno mismo). No hay “derechos” de grupos especiales, no hay “derechos de campesinos, obreros, de hombres de negocio, empleados, empleadores, ancianos, jóvenes o de aún no nacidos”. Solamente existen los derechos del hombre, que son propiedad de cada individuo y de todos como individuos.
En este sentido, el reconocimiento y protección de la propiedad ha de ser el punto de partida para la consideración de cualquier otro derecho derivado de ella. Así ha dicho Mises que el programa del liberalismo podría resumirse en una sola palabra: propiedad.
Sin embargo, en nombre de las funciones regulatorias del Estado, la búsqueda forzada de la igualación y la invocación de “nuevos derechos”, durante el siglo XX se produjo un avance imparable del Estado sobre el individuo. De tal modo que la propiedad, que fue protagonista principal en las luchas del liberalismo desde el siglo XVII, terminó sufriendo un proceso de anulación bajo el yugo del poder estatal.
Pero lo cierto es que los estados no están en capacidad de producir ni un grano de arroz. Todos los recursos que utilizan son previamente quitados a las personas que los producen. En la medida en que se justificaron nuevas fun- ciones estatales, que incluyeron un rol de redistribución orientada a la justicia y la igualdad, el derecho de propiedad (y la libertad, pues la suerte de ambos corre pareja) ha ido declinando paulatinamente. Lo que, por otro lado, ha sido fuente de injusticia y desigualdad.